Se levantó de la cama, se vistió rápido, comenzó las labores de la casa.
Limpió la cocina, preparó el almuerzo, aseó los dormitorios, restregó el baño, pasó la escoba y el plumero por el resto de las habitaciones.
Cerca de las cuatro volvió a pensar en la comida. La dejó preparada y ahí estaba, fría, algo triste. Se sentó en la mesa, miró su plato, un plato frío, alzó su copa, una copa vacía, y brindó y comió con nadie, si pena ni alegría.
A las cinco comenzó la ducha, se lavó y se peinó bien, se cambió toda la ropa, se puso el sayo de arpillera blanca, que era muy grueso y bastante áspero.
Cerca de las seis llegó la partera, revisó la cama, hirvió el agua y llenó de sábanas blancas todo lo que se veía.
A las seis en punto, María no tuvo un hijo.
Para cuando llegó su marido a las siete, el hijo ya estaba vestido y listo para el entierro, ella de pie a un costado de la mesa.
La comida caliente, la copa llena, el alma de piedra por que quito hijo muerto. De las sábanas blancas no quedó nada, ni siquiera se habló de ellas.
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