domingo, abril 17, 2005

Fuego

Sé que no me creen, nunca nadie lo hace. Ayer, por ejemplo, cuando salí de la casa corriendo, con la camisa desgarrada y colgando por los hombros, exhausto, sudando frío y atemorizado, todos creyeron que yo había hecho algo, que intentaba huir de mi crimen... ¡Yo! Cuando sólo trataba de escapar de la desgracia... y de ella.

Sí, la casa era de dos piso. Tenía un lindo living color marrón. A ella le gustaba el marrón, decía que no se ensuciaba. Todo en esa casa era como ella: el pasillo siempre limpio, la fachada siempre pintada, esas paredes blancas sin una mancha. Todo en esa casa se parecía a ella, siempre tan perfecta, siempre mostrándole al mundo su belleza, la perfección de su casa y su familia... Ella quería ser perfecta y que yo lo fuera también.

Entiendo que mi declaración es confusa. Usted me pregunta porque no vine antes, porque no pedí ayuda. ¡Para qué! Si nadie me creía. De hecho, vine una vez, hace como tres meses, y usted mismo me dijo -entre sonrisitas burlescas- que no me preocupara, que ya iba a pasar... ¿No lo recuerda? Ese día yo traía una marca en la espalda... la plancha caliente... ¡Ah! Ve que ya recordó... Entonces sus ojos parecían reírse y supongo que eso hizo cuando me fui... veo que no hace lo mismo ahora...

En fin, anoche fue como todas las noches. Yo nunca sabía que podía pasar. El ciclo siempre era el mismo: primero lloraba, pedía disculpas, que me pusiera en su lugar, prometiendo que nunca más sucedería; luego se ponía irascible, cualquier cosa era pretexto para insultarme; de ahí a las ollas, las lámparas o los sartenes voladores no había mucho, bastaba que yo la mirara y listo. Es que ella era así, siempre tan predecible y tan sorpresiva a la vez.

Bueno, como le decía, esa noche salté por la ventana -que por suerte estaba abierta- y corrí por el jardín. Quería esquivar un jarrón que se me venía encima. Supongo que entonces, esperándome, se quedó dormida.

Estaba enojada, bastante más enojada que las otras veces. Poco antes había dicho que no cocinaría, que nunca más haría nada de “sus labores de esposa”. No sé porqué esta vez si le creí. Su tono era mucho más convincente que las otras peleas.

Así que me fui, no quería verla, sabía bien que cuando despertara sería otra vez lo mismo: las disculpas, los llantos y las promesas... y yo que nunca pude resistir sus ojos negros llenos de lágrimas ni su sonrisa amarga intentando conquistarme, logrando que me sintiera culpable de todo.

Pero en la noche no resistí más y entré a hurtadillas. Me sentía cansado y en el fondo la extrañaba a ella, a la casa, a los llantos y a la reconciliación... Usted sabe, lo mejor siempre son las reconciliaciones.

La encontré borracha en el sillón grande -sí, el sillón marrón-, dormida de tanto beber, pero siempre tan bella con su cara blanca y ese pelo ondulante calléndole por los hombros como un río de petróleo. Parecía una muñequita de loza: perfectamente hermosa y con una actitud diabólica.

Estaba sin conocimiento, así que cerré las ventanas y las puertas, incluso me di el trabajo de sellar las rendijas con papel.

Usted sabe, las llaves del gas suelen quedar abiertas... ¡No! Claro que no fui yo. Pudo ser una fuga o la manguera de la cocina mal puesta... Es que la habíamos comprado hace poco porque a ella no le gustaba el color de la otra.

¿El fósforo? ¡No! Eso fue un mero accidente... Soy un vicioso, lo acepto... No fui yo... Yo sólo quería fumarme un cigarro para celebrar la libertad...

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