Qué más basta decir, salvo que lo he perdido todo. No es que tuviese mucho, pero si me queda claro, después de tanta verborrea cíclica y paulatina, que lo he perdido todo. O quizás sea que sólo he alcanzado nada.
Como partió. Recuerdo un techo mal pintado, deslucido. Tablas recubiertas de papel que retienen esas pequeñas pelotitas color café que dejan las polillas cuando comen la madera. Por ahí partió todo, por esas pelotitas diminutas que cada noche estaban sobre la cama cuando nos íbamos a dormir.
Quién iba a pensar que las pelotitas fuesen capaces de provocar una crisis matrimonial a menos de dos meses de casados. Yo dije, no es bueno casarnos, pero para cuando terminé la frase, la fecha ya la habían fijado mi padre y mi futuro marido. Y ya no quedó otra que entrar al altar con un vestido color marfil. Cinismo puro… yo no era virgen ni él mi primer hombre… aunque él así lo creía.
Pero estábamos en las pelotitas que dejan las polillas. Todas las noches, antes de dormir, había un pequeño montón de pelotitas justo en mi lado de la cama. Confabulación, hasta las polillas se oponían a mi testaruda decisión de seguir con este matrimonio de mentiras. Porque yo trabajaba igual que él, hasta me quedaba más tiempo en la oficina para no llegar y descubrir que ahí estaba el montículo de pelotitas café, diminuta forma de minar mi disposición a construir un “proyecto mutuo”, como le llaman al matrimonio… y eso que yo nunca quise casarme, sólo hice lo socialmente aceptado.
Y cada noche los vestigios de las polillas me comprobaban que esos insectos se comían mi techo y acababan con mi tolerancia. Claro, porque en su lado de la cama no había rastros de polillas y entonces él se limitaba a tirar hacia atrás las frazadas y dormir. A mí, que me comieran las polillas o que sus “regalitos” no me dejaran dormir. Nada de sacudir la cama, porque eso provoca ruido y despierta al hombre de la casa. Entonces el problema podría ser mayúsculo y generar una dinámica de violencia que nadie sabría donde termina.
El sacrificio del matrimonio. Yo tenía un buen trabajo, un departamento pequeño, pero agradable, un buen grupo de amigos y un novio eterno al que no le pedía mucho a cambio de no dar mucho tampoco. Entonces el novio se junta con el padre, y la vida de la novia a la basura. Y así lo perdí todo: el trabajo ya no fue más entretenido, los amigos se fueron porque ahora tenía marido, el departamento era demasiado chico para dos personas y el novio ahora es marido, no habla porque la comunicación y el galanteo no se aplican al matrimonio. Mientras tanto, yo recojo con cuidado los rastros de polillas a mi lado de la cama y lo voy dejando en una bolsa bajo el mismo lado de mi cama, cada noche, irrelevante e infranqueablemente, durante estos dos meses.
No creerían lo mucho que se junta en dos meses de no hablar por las noches por estar retirando pelotitas cafés de tu lado de la cama. Sacos de esa materia que parecen granos de arena pero más grandes, madera digerida, supongo. Y lo peor, la materia es directamente proporcional a la disconformidad que produce el casarte por hacer lo socialmente aceptado.
Entonces, cuando el marido apaga la luz en mitad de tu ritual de aspirado porque no lo dejas dormir, resulta casi normal reaccionar metiendo su cabeza en el saco de regalos de las polillas… y cuando las compañeras de celda se ríen del incidente, resulta casi un milagro que nuevamente las polillas vuelvan a anidar sobre tu cama.
Como partió. Recuerdo un techo mal pintado, deslucido. Tablas recubiertas de papel que retienen esas pequeñas pelotitas color café que dejan las polillas cuando comen la madera. Por ahí partió todo, por esas pelotitas diminutas que cada noche estaban sobre la cama cuando nos íbamos a dormir.
Quién iba a pensar que las pelotitas fuesen capaces de provocar una crisis matrimonial a menos de dos meses de casados. Yo dije, no es bueno casarnos, pero para cuando terminé la frase, la fecha ya la habían fijado mi padre y mi futuro marido. Y ya no quedó otra que entrar al altar con un vestido color marfil. Cinismo puro… yo no era virgen ni él mi primer hombre… aunque él así lo creía.
Pero estábamos en las pelotitas que dejan las polillas. Todas las noches, antes de dormir, había un pequeño montón de pelotitas justo en mi lado de la cama. Confabulación, hasta las polillas se oponían a mi testaruda decisión de seguir con este matrimonio de mentiras. Porque yo trabajaba igual que él, hasta me quedaba más tiempo en la oficina para no llegar y descubrir que ahí estaba el montículo de pelotitas café, diminuta forma de minar mi disposición a construir un “proyecto mutuo”, como le llaman al matrimonio… y eso que yo nunca quise casarme, sólo hice lo socialmente aceptado.
Y cada noche los vestigios de las polillas me comprobaban que esos insectos se comían mi techo y acababan con mi tolerancia. Claro, porque en su lado de la cama no había rastros de polillas y entonces él se limitaba a tirar hacia atrás las frazadas y dormir. A mí, que me comieran las polillas o que sus “regalitos” no me dejaran dormir. Nada de sacudir la cama, porque eso provoca ruido y despierta al hombre de la casa. Entonces el problema podría ser mayúsculo y generar una dinámica de violencia que nadie sabría donde termina.
El sacrificio del matrimonio. Yo tenía un buen trabajo, un departamento pequeño, pero agradable, un buen grupo de amigos y un novio eterno al que no le pedía mucho a cambio de no dar mucho tampoco. Entonces el novio se junta con el padre, y la vida de la novia a la basura. Y así lo perdí todo: el trabajo ya no fue más entretenido, los amigos se fueron porque ahora tenía marido, el departamento era demasiado chico para dos personas y el novio ahora es marido, no habla porque la comunicación y el galanteo no se aplican al matrimonio. Mientras tanto, yo recojo con cuidado los rastros de polillas a mi lado de la cama y lo voy dejando en una bolsa bajo el mismo lado de mi cama, cada noche, irrelevante e infranqueablemente, durante estos dos meses.
No creerían lo mucho que se junta en dos meses de no hablar por las noches por estar retirando pelotitas cafés de tu lado de la cama. Sacos de esa materia que parecen granos de arena pero más grandes, madera digerida, supongo. Y lo peor, la materia es directamente proporcional a la disconformidad que produce el casarte por hacer lo socialmente aceptado.
Entonces, cuando el marido apaga la luz en mitad de tu ritual de aspirado porque no lo dejas dormir, resulta casi normal reaccionar metiendo su cabeza en el saco de regalos de las polillas… y cuando las compañeras de celda se ríen del incidente, resulta casi un milagro que nuevamente las polillas vuelvan a anidar sobre tu cama.
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