viernes, marzo 18, 2005

Hasta el cansancio

Y pensar que, después de tantos años, tú y yo no logramos ser buenos, ni siquiera por carta. Y que después de tanto intento, la vida nos hizo creer que había más oportunidades sólo para reírse un poco más a costa nuestra. Y aún así descubrir que en este viaje, Cristóbal y yo fuimos siempre pasajeros de la mejor clase: incapaces de arriesgar, pero siempre en despedidas elegantes.

Es que sin importar cuan esporádicos y distantes fueron nuestros encuentros, terminamos por extender esos momentos a varios años de nuestras vidas. Y ahora, que esa vida se atraganta a carcajadas, sería interesante recorrer con la misma energía los adoquines de nuestra historia.

Porque fuese en una playa solitaria, sobre mi auto destartalado o en el calor de su cuarto, Cristóbal tuvo siempre la cualidad de reparar mi alma… y de destruirla con la misma facilidad con la que armaba el rompecabezas.

Desde esas primeras palabras, interrumpiendo una conversación ajena, para darme ánimos luego de una ruptura que hoy apenas y recuerdo como un “me obligas a hacer cosas que van en contra de mi moral”, las de Cristóbal fueron siempre miradas y sonrisas capaces de mejorar el más oscuro de mis días. Hasta esta última llamada en que me dices que sí, que tarde o temprano terminarás estabilizando tu relación con esa “ella” de quién te he prohibido darme el nombre, cada una de las veces que oí tu vos fue para abarcar los instantes de felicidad que recuerdo en mi existencia.

Tirada en esta cama que alguna vez compartimos, la misma donde me dijiste te amo mientras hacíamos el amor tras meses sin vernos, trato de recordar dónde fue que partió toda esta historia. Siempre que preguntan digo “la Universidad”, pero la verdad es que pasé cuatro años y nueve meses dentro de ella sin saber si quiera que existías.

Era cambio de siglo y la moda era la despedida del nuevo milenio. El temor a un hecatombe cibernético y los recuerdos de cien años de historia teñían el ambiente y yo, con mi propia historia a cuestas, me encerraba en tareas universitarias para perder por momentos la certeza de que sería por siempre una mujer sola. Absurdo recordarlo y descubrir, tantos años más tarde, que se trataba de una certeza fundada, y que aún después de amarte hasta el cansancio, no fuiste capaz de visualizar de qué se trataba todo esto.

Cristóbal tan amado, tan odiado y tan amado otra vez. ¿Cuántas veces te escribí mil cartas que nunca envié por temor a alejarte aún más en mis intentos por lograr de ti esa oportunidad de amarte?

Pero no estábamos en esa parte de la historia, sino en el comienzo. En ese, mi último año de universidad, la locura del final y ese tonto evento que alguien propuso como legado generacional. Y yo a cargo de la organización con el sólo objetivo de perder la certeza de que sería por siempre una mujer sola.

Era una reunión para decidir quien animaba. Una escuela pequeña, no más de 300 alumnos, y alguien me nombra a Cristóbal Cordero.

-¿Quién es ese? No, no lo conozco.
- Pero Gabriela, si lo has visto, el moreno de barba que es amigo de Fernando de cuarto año.
- Descríbelo mejor, que no sé de quien me hablas.
- Un poco más alto que tú, moreno, ojos café, muy callado.
- Ha de ser invisible, porque en cinco años de universidad no lo he visto nunca.
- Cuatro, porque entró un año después que nosotros.
- Cómo sea, el caso es que hay que decidir quien va a animar de su generación y no tenemos tiempo para perderlo en esto y yo no tengo la más mínima idea de quién me están hablando.
- Entonces lo ponemos en la lista.
- Si ustedes dicen que está bien, pónganlo donde sea… pero avísenle de la reunión del miércoles. Qué no falte, porque ensayan ese día. Yo los recibo y después me voy a editar. ¿Te parece?
- Perfecto, porque tienes que terminar la edición de los trabajos de Comunicación Audiovisual. A, Gabriela, de los cinco trabajos seleccionados tres son de Cristóbal.
- ¡¿me están molestando, cierto?! ¿¡Quién es ese tipo?!

En esta parte la historia se vuelve confusa. Salvo por el detalle de la bienvenida de ese miércoles y yo parada frente a este pequeño grupo de unas ocho personas y esa cara mirándome fijo desde un rincón de la sala. Esos ojos, oscuros, penetrantes, como si fuesen capaces de leer en lo más profundo de mi alma y yo desconcentrándome sin poder hablar un par de segundos.

Finalmente, el día del evento logré ponerle cara a tu nombre. Quien sabe, podría resultar obvio para algunos y sorpresivo para otros, pero ese nombre no fue otro que el de los ojos oscuros que me sonreían desde el fondo del aula unos días antes.

¿Por qué si olvido partes importantes de la historia puedo recordar detalles sin importancia como si fuera hace un instante que te vi caminando sólo mientras todos celebraban, sentado luego en una banca lejana, con esos ojos penetrantes totalmente nublados de tristeza? Y atreverme a hablarte fue toda una odisea para esta timidez superada mía, una que no impidió que mis manos sudaran frío y una gota gélida recorriera mi espalda mientras te pregunto si ya te dieron el regalo de agradecimiento y me das una afirmación con la cabeza, mientras tu boca sonríe y tus ojos siguen igual de nublados que hace un instante.

Ninguno habrá imaginado entonces que sería ese el punto de partida, que desde ese cruce de palabras surgirían lágrimas, risas, más lágrimas, versos y está vida mía, segura de que no existirá otro Cristóbal en ella, y esa vida tuya, acompañada de una “ella” de quien te he prohibido decirme su nombre.

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