Tengo prohibición de hablarte. Prohibición de leerte. Prohibición de
acercarme. Prohibición de verte, de olerte, de mirarte, de conversarte.
Es
decir, tienes prohibición de existencia. Nula y completa existencia que
no puede ser parte de mi existencia, lo que deja anulada toda
posibilidad de encuentro con Kierkegard y su existencialismo.
Tengo
prohibición de convivencia. Nula y completa posibilidad de vivir
experiencias donde pueda ocurrir que, por esas cosas del destino,
compartamos oxígeno separados por algo menor a los 3 metros a la
redonda.
Prohibición de acercamiento, prohibición
de alojamiento, prohibición de conversación, de discusión, de fusión y,
ante todo, de pasión. Cualquier tipo de pasión compartida, sea esta de
tipo intelectual, emocional o carnal, queda totalmente prohibida en este
sistema.
Estricta y compleja, pero simple y severa.
La prohibición se asienta tajante, impertérrita, desnuda de compasiones,
inquiebrantable. Y resulta algo complicado dejar de pensar que, dada mi
naturaleza rebelde e innegablemente subversiva, la prohibición se
convertira, sin dejo de duda de por medio, en el más motivante de los
desafíos de evadir la prohibición por la sola razón de su existencia.